La Casa en el Aire
Las
paredes eran de un blanco prístino, era imposible determinar el tiempo que
llevaba esa casa ahí, todos en el pueblo
sabían de su existencia y sin embargo nadie se atrevía a tan siquiera
mencionarla. Era una casa hermosa, de
amplio frente, ventanas de madera que se abrían en batientes y hermosas
rejas de hierro, cubiertas de oxido que la hacían ver antigua y señorial. El techo a dos aguas se extendía formando un
porche, con columnas de madera de las cuales colgaban helechos y un par de
hamacas. Esta casa era un recanto de paz, sin embargo atraía la atención y
la curiosidad de todos en el pueblo, pues nunca vieron a nadie entrar o salir por la gran puerta de dos hojas y dos metros de altura, hechas
enteramente de madera de algarrobo y
sostenidas por enormes bisagras de hierro negro que se extendían a todo
lo ancho de cada una de ellas y en su extremo, se hundían en la pared.
Esta
casa era muy similar a las casas de algunos terratenientes de la región, tenia
la misma estructura de casona de hacienda, las mismas puertas, mismo techo, las
mismas ventanas, pero tenia una única
diferencia que la hacia especial y que era la causa de asombro y hasta cierto
punto, del temor que todos profesaban.
Nuestra casa en cuestión se encontraba levemente suspendida sobre el
suelo, si es que leve es un termino que aplique para casas flotantes dependiendo del grado de elevación. En
cualquier caso, nuestra casa descansaba plácidamente a unos cincuenta
centímetros del suelo, sobre un hueco negro en el cual se podía inferir, algún
día estuvo cimentada.
Valentina
pasaba cada día frente a esta casa de camino a la escuela, muy a pesar de los
consejos y regaños de sus padres, a sus siete años era una niña curiosa y
traviesa como cualquier niño de esa edad. Con sus zapaticos negros y sus
mediecitas blancas, su jumper azul marino, su camisa blanca perfectamente
planchada por su madre y su cabello rojizo, Valentina se sentaba y pasaba horas
contemplando esa casa que se ocultaba bajo un frondoso apamate, cuyas hojas
color lavanda daban sombra y relucían bajo el intenso sol.
Cada
día imaginaba una historia diferente, algunas veces soñaba que una hermosa
princesa vivía encerrada en esta casa, resguardada por un enorme dragón, esperando la llegada de un
príncipe que se atreviese a romper la maldición que la mantenía cautiva. Otras veces imaginaba que era el sitio donde
venían a vivir los abuelitos del pueblo, luego que al igual que los suyos,
dormían y no despertaban mas.
En
estas ensoñaciones se perdía y cuando azorada, con los cachetes colorados, los
ojos verdes brillando como esmeraldas y la frente poblada de pequeñas perlas de
sudor llegaba a la escuela, todos en la clase sabían perfectamente de donde
venía.
Las
monjas del colegio le explicaban que esa casa no podía ser cosa de Dios, que
las casas normales no flotaban, sino por el contrario se encontraban firmemente
ancladas al suelo. Pero
a la curiosa Valentina le parecía demasiado simple esa explicación, su alma
inquieta se debatía con fuerza entre la obediencia y la necesidad de entrar por
esas grandes puertas y descubrir como seria el zaguán, como sería el jardín
interno y jugar al escondite en cada uno de los cuartos y rincones que
imaginaba llenos de tesoros maravillosos.
Una
noche mientras dormía, Valentina camino sobre el pasto fresco y mojado de
roció, sentía en sus pies descalzos el frio del agua y en su pelo la brisa de
la madrugada. Pronto se encontró frente
a la casa de sus sueños y pudo sentir como la puerta principal crujía y se
abrían las dos hojas con un movimiento lento, dejando escapar un halo de luz
como nunca vio en su vida.
Lejos
de sentir temor, su espíritu aventurero y la inocencia de su tierna edad la
impulsaron a acercarse. Cuando estuvo a
un paso de la casa, sintió una voz que la invitaba a subirse, a dar ese salto
que la llevaría primero al porche y luego tras el umbral que tantas veces
imagino cruzar. Pero algo dentro de su
corazón le hizo dar la vuelta y salir corriendo, corrió con toda la fuerza de
sus pequeñas piernas hasta que sus pulmones le ardieron por el esfuerzo, corrió
hasta que desfallecida cayo al suelo y justo antes de golpear su cara contra el
piso despertó.
Su
madre escucho sollozos y se acerco al cuarto para encontrar a la pequeña en su
cama bañada en sudor, con los ojos cuajados de lagrimas y entregada a un llanto
continuo pero silencioso, imposible de contener. Sin mediar palabra la abrazo y le dio el
consuelo que necesitaba, arrullándola con una canción de cuna hasta sentir que
rendida, Valentina se había entregado al sueño otra vez.
A la
mañana siguiente cuando su madre entro a despertarla la encontró sudando frio y
con una fiebre terrible, la mujer corrió apurada a avisar a su marido, era la
época en que el paludismo diezmaba a las gentes de estos pueblos del interior y el
temor de perder a su pequeña la aterrorizaba. El hombre, sin perder tiempo monto su
caballo y a todo galope se dirigió al pueblo a buscar al medico; antes que pudieran darse
cuenta, estaba de vuelta en la casa para que el galeno pudiera evaluar la condición de la pequeña.
Terminada la evaluación, el medico salió al encuentro de los padres, con
tono sereno y pausado, explico que, afortunadamente, no había
peligro de paludismo y si una gripe muy fuerte, producto de estar expuesta al
sereno de la noche, esto alivió a los padres de Valentina, pero los preocupo al mismo tiempo, pues no se explicaban como
una niña que estaba en su cama a las ocho de la noche podría haberse serenado,
su madre en persona la arropaba y la acompañaba a decir sus oraciones y su
padre cada noche cerraba puertas y ventanas por precaución de los animales tan
comunes en el campo.
Los
años pasaron y este episodio se borro de la memoria de aquella niña, que
convertida en adolescente, no pensaba mas en aquella época, remota y cercana al mismo tiempo,
poblada de sueños fantásticos que poco a poco fueron quedando en el olvido, en gran
parte gracias a los esfuerzos de su madre y las monjas del colegio, que con
constancia fueron inculcando en ella la idea de que el mundo es practico, la
vida deber y sacrificio, un mundo en el cual, salvo la fe,
todo debía circunscribirse al mundo de la ciencia, la lógica y los
hechos, cuantificables y verificables.
Como
el resto de los habitantes de su pueblo, dejo de pensar en la casa flotante y
poco a poco dejo inclusive de verla, aun cuando pasaba frente a ella casi a
diario. Ahora solo tenia tiempo para pensar en sus amigas, los muchachos del
colegio y las banalidades propias de su juventud.
Una
mañana de abril, justo después de semana santa, se marchó a la capital para
estudiar en la universidad, donde se graduó de medico,
consiguió un trabajo en el Hospital Central y se dedico de lleno a ayudar a las
personas mas necesitadas. Fue justo en
esa época que conoció a un joven bueno y apuesto, que la supo conquistar y después
de cierto tiempo, formaría con el una familia.
Nunca
mas regreso a su pueblo, el ritmo agitado de la ciudad le consumió la vida y
cuando ya vieja y cansada, acompañada de sus hijos y nietos murió, su sensación
no fue de miedo ni sorpresa, muy por el contrario, sintió una enorme paz que
poco a poco se convirtió en alegría, pues sus piernas débiles y sus manos
manchadas por la edad ya no eran tales, ahora sentía la fuerza y el ímpetu de
su infancia, pudo verse reflejada en un charco del camino y se reconoció, con
su jumper azul marino y su camisa blanca, dos colitas recogiendo su cabello y
esa sonrisa inocente, capaz de cautivar a cualquiera por su belleza y su
dulzura. Reconoció el camino que tantas veces camino y apresurada corrió al
encuentro de aquel apamate frondoso, iluminado por el sol radiante.
Al
llegar, pudo ver su casa, blanca y prístina, flotando como siempre, pero ahora con
sus puertas y ventanas abiertas de par en par. Desde afuera se escuchaba la
algarabía de muchas voces hablando y riendo. Esta vez no sintió miedo, se
acerco rápidamente al borde de la casa y con cuidado de no romper la falda de
su uniforme, subió una pierna y justo
cuando se disponía a subir la otra,
sintió en su brazo el toque de una mano que a pesar de los años no había
olvidado. Al levantar la cara, pudo ver a su madre que la recibía con una
sonrisa en el rostro y lagrimas de alegría en los ojos.
Se
fundieron en un abrazo que duro todo el tiempo del mundo, pasado, presente y
futuro. Juntas atravesaron las pesadas
puertas de madera hacia el zaguán y de ahí al patio interior. Pudo reconocer
las caras de sus amigos de la infancia, de los abuelos y de su padre que la
miraba extasiado y corriendo se acerco a levantarla en brazos. Ahí bajo el cielo
azul y la tibia luz del sol de la tarde, jugó, sonrió y fue feliz.
Según
los viejos del pueblo, la casa sigue ahí, aunque hace años que nadie habla al
respecto. Incluso el apamate se seco y
en su lugar un poste telefónico afea el paisaje con su presencia. La escuela del pueblo sigue en el mismo sitio y a veces cuando temprano en la mañana, el
bullicio de la ciudad aun no llega a su apogeo, algún niño, todavía inocente,
se detiene y por instantes la ve, la casa en el aire, desafiando a la gravedad, rebelde y traviesa como Valentina.
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