El corazón roto

La luna brillaba con un resplandor casi diurno. El viejo jeep avanzaba lentamente por el camino de tierra que se adentraba en la jungla, cada grieta se sentía en el cuello y en la espalda.  Ya tenían varias horas  de haber salido de la casa de la hacienda y los niños que les acompañaban comenzaban a impacientarse. Eran cuatro hombres: un baquiano que todos conocían como el Indio, Ignacio, Yoshi y un peón de la finca, y los acompañaban los hijos de Ignacio, dos niños traviesos y divertidos que por primera vez salían de cacería. Pero esta no era cualquier cacería, esta noche la presa no era otra sino un tigre que había dado cuenta ya de un par de becerros y los perros de los peones.

 

Mientras avanzaban entre arboles y enredaderas el ruido de la selva retumbaba, apagando incluso el ronroneo del motor. La cara de los niños era de asombro y expectación. Lorenzo el menor de los dos, llevaba un lechón en su regazo. Se lo entregaron antes de subir al auto y le pidieron que lo cuidara. Él, con toda la inocencia de sus 6 años, lo aferraba a su cuerpo tratando de protegerlo de los ruidos desconocidos que lo mantenían alerta.  Afuera los araguatos aullaban, las ranas cantaban por miles y aves desconocidas no paraban de emitir sonidos que jamás había escuchado.

 

A su lado Joaquin, el mayor de los pequeños, lo miraba con cierto desprecio. A sus 8 años veía a Lorenzo casi como a un bebe, no podía creer que no entendiera la razón de ser de este inesperado compañero.

 

Al llegar a un claro el auto se detuvo. El Indio se volteó y les explicó a los niños lo que iban a hacer, con un tono cordial pero autoritario.

 

- Miren mis hijos, aquí no se pueden confiar.  Estamos en medio del monte y si no los pica un bicho o una culebra, pueden terminar de cena del condenado tigre que andamos cazando, así que mejor se quedan en el carro y nos esperan mientras ponemos la trampa.

 

Las palabras del Indio fueron escuchadas en medio de un silencio sepulcral, los dos niños con los ojos abiertos al máximo y la boca fruncida miraban el rostro de este hombre mayor con cara de pocos amigos, de rasgos endurecidos por los años y piel curtida por el sol.

 

Los adultos, sin mediar palabras, revisaron sus armas. Con un rápido movimiento de manos, Ignacio movió la palanca de su rifle calibre 30/30, dejando una bala en la recamara. Quitó el seguro.  Esa fracción de segundos podía ser la diferencia entre un trofeo o una visita al hospital más próximo, ademas de una buena cicatriz para mostrar.  Por su parte, Yoshi y los otros tres hombres revisaron sus escopetas quebrando el cañón. Se cercioraron de tener cartuchos y que no estuvieran percutados y se dispusieron a bajar del jeep.

 

El Indio abrió la puerta del lado en el que estaba Lorenzo y sin decir nada tomó al lechón.  La cara del niño se convirtió en una gigantesca interrogante, pero no opuso resistencia. Se quedó desconsolado viendo cómo a su nuevo amigo lo alejaban de la seguridad del vehículo.  Mientras esto ocurría, ya el peón había bajado una jaula sin tapa y la había colocado en el centro del claro. El Indio se acercó, colocó al lechón dentro de la jaula y lo bañó en sangre de otro animal que habían llevado en un frasco de mayonesa.

 

Lorenzo no podía creer lo que estaba viendo, era una escena que transcurría en cámara lenta. No podía creer lo que estaban haciendo con su recién ganado amigo, lo estaban dejando en el medio de esa jungla, solo, abandonado a su suerte.  A su lado Joaquin sonreía al ver la cara de desconcierto de su hermano, le dio una palmada en la parte de atrás de la cabeza y le habló en tono de burla.

 

- ¿Entendiste?

- No. ¿Qué están haciendo con el cochinito?

- El cochinito es la carnada.

 

Lorenzo tardó unos segundos en procesar las palabras de su hermano. Él sabía lo que era una carnada,  en su mente eran lombrices que se usaban para atrapar peces.  Cuando se dio cuenta de que su amigo era la lombriz que usarían para atrapar al tigre, rompió a llorar.  Un llanto profundo y desconsolado que sólo tuvo como respuesta una sonora carcajada de su hermano.  Esta actitud de Joaquin lo llenó de indignación y, juntando todas sus fuerzas, comenzó a golpear a su hermano, que no paraba de reír.

 

La mirada seria del Indio obligó a Ignacio a correr al jeep para sofocar la pelea.  Cuando abrió la puerta con intención de regañarlos pudo ver la cara de Lorenzo y con solo su mirada comprendió lo que ocurría. Se le acercó al pequeño y lo abrazó durante unos segundos. Mientras se alejaba, lo miró a los ojos y le dijo:

 

- Lorenzo, hijo, hay cosas en la vida que son difíciles de entender, esta es una.  Tu amigo el cochinito no tiene conciencia de lo que está pasando y la idea es matar al tigre antes de que pueda acercarse demasiado a la jaula.  Quédate tranquilo que con suerte todo terminará antes del amanecer y pronto estaremos en casa.

 

Lorenzo hizo un acto de fe y se entregó a la confianza que tenía en su padre. Lo vio alejarse para terminar de preparar la trampa y pronto todos estuvieron de vuelta en el jeep.  Mientras se alejaban, el niño escuchaba los chillidos desesperados del lechón, cerró los ojos y trató de no pensar en lo que estaba ocurriendo. Recordó las palabras de su padre y se aferró a la esperanza de estar con su amigo de vuelta en la casa cuando despuntara el alba.

 

El grupo se alejó sólo unos metros y se detuvo al lado de una gran ceiba. El Indio e Ignacio bajaron del  vehículo con sus armas preparadas y subieron por una escalera clavada en el tronco del árbol hasta una plataforma de madera colocada a cierta altura.  Ahí se recostaron en la tabla fría y cubierta de musgo y esperaron hasta que apareciera el tigre.  Dentro del auto, Lorenzo fijaba la mirada en esa jaula. Nada, ni siquiera las risas de Joaquin, distraían su atención.  Los minutos se convirtieron en horas y cuando ya el sol comenzaba a romper detrás de las montañas, una sombra se asomó entre los matorrales.

 

El lechón comenzó a chillar desesperado al sentir la presencia del depredador.  Sus chillidos eran cada vez más altos y Lorenzo, que se había quedado dormido, se despertó sobresaltado.  Al principio no pudo ver más que a su cochinito dando vueltas y tratando de escapar por los barrotes y sólo después de unos segundos pudo ver al tigre asomando la cabeza y una pata enorme por entre los matorrales, sus ojos fijos en el lechón y azuzado por el olor de la sangre aun fresca.  Esta visión le paralizó, jamás en su vida había sentido miedo como lo sentía ahora, sintió un frío que le recorría la espalda y su corazón latiendo tan fuerte que sentía que podría escucharlo el tigre.  

 

Los pelos del lomo del animal se crisparon y, tensando las patas traseras como dos resortes, dio un salto enorme.  Un trueno retumbo haciendo dar un salto a los niños y espantando a todos los animales de la selva.  Las aves levantaron vuelo y el lechón dio un ultimo y profundo chillido que quedo grabado para siempre en la memoria de Lorenzo.

 

El tigre cayó a metros de la jaula. Yoshi y el peón se bajaron del jeep gritando de emoción y el Indio e Ignacio se bajaron a toda prisa del árbol donde se encontraban.  Corrieron hasta la bestia y pudieron comprobar que aun respiraba.  Ignacio sacó su pistola calibre 9 mm para darle un tiro de gracia al animal.  Otra detonación, otro sobresalto de los niños.

 

Cuando el sol alumbró con fuerza sobre el grupo todo había terminado. Una señal de su padre indicó a los niños que podían acercarse. Joaquin corrió con fuerza a ver aquella bestia, inerte, tendida a los pies de su padre. No podía creer lo que veían sus ojos: cada colmillo, cada garra, era un monstruo capaz de devorar a un hombre y sin embargo ahí estaba, rendida a los pies de aquel hombre enorme que era su padre.

 

En medio de la algarabía y las felicitaciones, Ignacio tardó un rato en percatarse que Lorenzo no estaba junto a ellos. Al mirar alrededor pudo verlo sentado al lado de la reja, contemplando al lechón que yacía muerto dentro de la jaula.  Se acerco, se sentó a su lado y pudo ver que lloraba.

 

- Hijo, tu cochinito se murió del susto. Yo trate de disparar entes de que el tigre se acercara.

- Papi, al cochinito se le rompió el corazón.

 

Fue lo único que pudo decir Lorenzo antes de romper  a  llorar con la mirada fija en su padre, reclamando la traición.

 

Todos hicieron silencio, inclusive Joaquin.  Se acercaron a consolar al niño, pero este levantó al lechón en sus brazos se dirigió al Jeep. Se sentó en silencio.

 

El Indio y el peón recogieron la trampa, amarraron el tigre al techo del vehículo y emprendieron el retorno a la casa. 

 

Mientras el Jeep navegaba entre la jungla espesa, Lorenzo, aferrado a su cochinito, sintió que su corazón  se había roto un poco también. En ese momento una parte de su inocencia murió junto al lechón. El niño que salió en la noche a su primera cacería no era el mismo que regresaba hoy a casa.

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